Condena por prevaricación

Es indudable cuál ha sido el tema estrella ayer y hoy. Sobre todo, ayer, pero leer la Sentencia y analizarla me ha llevado unas horas, así que no lo pude postear ayer. Me refiero, por supuesto, a la condena al juez Baltasar Garzón.

Todo lo que aquí digo está en la Sentencia (ver aquí). Únicamente, parafraseo para que sea más corto (la Sentencia tiene 68 páginas) y se entienda más fácilmente, aunque, en ocasiones, sí que pongo párrafos completos que me parecen sumamente interesantes.

A Garzón, en este caso, se le acusaba de un delito de prevaricación del artículo 446.3 del Código Penal (también por el 536.1, pero a eso me referiré luego). Este artículo dice lo siguiente: “El Juez o Magistrado que, a sabiendas, dictare sentencia o resolución injusta será castigado:
1.    Con la pena de prisión de uno a cuatro años si se trata de sentencia injusta contra el reo en causa criminal por delito y la sentencia no hubiera llegado a ejecutarse, y con la misma pena en su mitad superior y multa de doce a veinticuatro meses si se ha ejecutado. En ambos casos se impondrá, además, la pena de inhabilitación absoluta por tiempo de diez a veinte años.
2.    Con la pena de multa de seis a doce meses e inhabilitación especial para empleo o cargo público por tiempo de seis a diez años, si se tratara de una sentencia injusta contra el reo dictada en proceso por falta.
3.    Con la pena de multa de doce a veinticuatro meses e inhabilitación especial para empleo o cargo público por tiempo de diez a veinte años, cuando dictara cualquier otra sentencia o resolución injustas.”

Los hechos, muy resumidamente (podéis leer más en la Sentencia), eran los siguientes. Por el Juzgado Central de Instrucción a cuyo frente estaba Garzón se seguía una investigación contra determinados políticos del Partido Popular por hechos que podían ser constitutivos de delitos de blanqueo de capitales, defraudación fiscal, falsedad, cohecho, asociación ilícita y tráfico de influencias. Los policías que investigaban comunicaron a Garzón que, por los datos que tenían, parecía que los imputados, aunque estaban en prisión provisional, seguían con su actividad delictiva organizada y que podía ser que estuvieran interviniendo algunos abogados integrados en un despacho profesional, cuyos miembros eran conocidos y estaban identificados, y llegaron a ser imputados en la causa. Viendo esto, Garzón dictó un Auto, basándose en el artículo 51.2 de la Ley Orgánica General Penitenciaria y permitiendo expresamente que se escucharan y grabaran las conversaciones entre los presos y sus abogados, “previniendo el derecho de defensa”. Los funcionarios policiales solicitaron a Garzón que les aclarara qué significaba eso y éste les dijo que debían recoger las cintas, escuchar lo grabado, transcribir todo su contenido excluyendo las conversaciones privadas sin interés para la investigación y proceder a su entrega en el juzgado, que él ya se ocupaba de lo que procediera en cuanto a “prevenir el derecho de defensa”.

Concretamente, Garzón acordaba “ordenar la observación de las comunicaciones personales que mantengan los citados internos con los letrados que se encuentran personados en la causa u otros que mantengan entrevistas con ellos”, de manera que las conversaciones que iban a ser intervenidas eran todas, incluso las que mantuvieran con sus abogados defensores o con los letrados que expresamente llamaran, sin excepciones. Además, eso suponía que se escucharían no sólo las comunicaciones con los letrados ya personados en la causa (a los que tampoco menciona individualizadamente), sino con cualquier abogado futuro que pudieran tener. Es decir, ni se mencionaban los concretos abogados que eran sospechosos (de manera que se hubiera evitado grabar las conversaciones que tuvieran con otros), ni se decía nada sobre abogados futuros.

El Auto que permitía las escuchas era del mes de febrero. En el mes de marzo, Correa y Crespo cambiaron de abogados. Los nuevos eran José Antonio Choclán Montalvo y Pablo Rodríguez-Mourullo Otero, que no constaban en las diligencias, es decir, no aparecían en lo investigado como partícipes o intervinientes en las actividades investigadas. Tampoco sus compañeros de despacho. Aunque otros dos abogados anteriores (Ignacio Peláez y Juan Ignacio Vergara Pérez) tampoco aparecían, el Auto también les afectaba. Sin embargo, Garzón no acordó ninguna medida para evitar que las conversaciones con estos letrados  fuesen intervenidas. Así, el día 4 de marzo, los funcionarios policiales entregaron un informe sobre el estado de la investigación que incluía una conversación entre Peláez, Rubal y Correa, haciendo referencia expresa en el informe a la estrategia de defensa pactada en relación con uno de los hechos investigados.

Posteriormente, los funcionarios policiales solicitaron la prórroga de la intervención. En su informe no se mencionaban indicios de actuación delictiva por parte de los cuatro abogados ya mencionados. Asimismo, el Fiscal dijo que no se oponía a la prórroga, pero con exclusión de las comunicaciones mantenidas con los letrados que representaban a cada uno de los imputados. Garzón dictó un Auto de prórroga de las intervenciones acordadas en el anterior, sin añadir ninguna cautela especial para la salvaguarda del derecho de defensa, a pesar de que sabía que se habían personado nuevos letrados y que, respecto de éstos, no había indicios de actuación delictiva. Posteriormente, el Fiscal volvió a pedir que se retiraran de la causa las comunicaciones que se referían, exclusivamente, a estrategias de defensa, lo que, por orden de Garzón, hizo el funcionario encargado de la tramitación, siguiendo las indicaciones de uno de los representantes del Ministerio Fiscal.

Se dice en la Sentencia que “la inexistencia de indicios de actuación criminal respecto de los letrados defensores, los Sres. Peláez, Choclán, Mourullo y Vergara, no sólo resulta de la ausencia de cualquier elemento en las actuaciones que lo pudiera sugerir, sino también de las declaraciones del propio acusado, que no aportó ningún dato concreto sobre este particular; y de las de los funcionarios policiales encargados de la investigación, que manifestaron, aunque sin precisar los indicios objetivos, que sospechaban de un despacho de abogados, refiriéndose solamente a los ya imputados entonces en la causa, pero sin que hicieran en ningún momento referencia concreta a los letrados antes mencionados. Además, ha de tenerse en cuenta que el acuerdo de escucha y grabación de las comunicaciones se dictó antes de conocer la identidad de estos letrados, que fueron designados en su mayoría con posterioridad, y que hasta entonces no habían aparecido en las actuaciones bajo apariencia o sospecha alguna de actuación delictiva”. Se añade más adelante que “una argumentación de esta clase, así planteada en abstracto, en tanto justifica la restricción de derechos fundamentales sobre la base de una consideración absolutamente inmotivada respecto de su necesidad, conduce a la desaparición de la posibilidad de controles efectivos sobre el ejercicio del poder, lo que afectaría a la misma esencia del Estado democrático de Derecho. En este sentido no puede aceptarse como motivación la simple suposición de que los sospechosos continuaban cometiendo delitos. O la mera posibilidad de que lo hicieran.”

Afirman los magistrados que “la cuestión central que debe ser resuelta en esta causa se relaciona directamente con el contenido esencial del derecho fundamental a la defensa, que corresponde al imputado, frente al interés legítimo del Estado en la persecución de los delitos. Como luego se dirá, aunque es pertinente adelantarlo, el derecho de defensa es un elemento nuclear en la configuración del proceso penal del Estado de Derecho como un proceso con todas las garantías. No es posible construir un proceso justo si se elimina esencialmente el derecho de defensa, de forma que las posibles restricciones deben estar especialmente justificadas.” Este párrafo, a mi modo de ver, centra clarísimamente el objeto del debate: ¿justifica el fin los medios, cuando el medio es vulnerar un derecho fundamental?

El derecho de defensa, como se dice en la propia Sentencia, es reconocido como derecho fundamental por la Constitución (arts. 17 y 24) e, incluso, no se encuentra entre los derechos que el artículo 55 de la Constitución considera susceptibles de suspensión en casos de excepción o de sitio. Este derecho se desarrolla, sustancialmente, a través de la asistencia letrada y, vinculados con esto, aparecen otros aspectos esenciales para su efectividad: la confianza en el letrado y la confidencialidad de las relaciones entre el imputado y su letrado defensor. Así se ha dicho en varios textos internacionales y europeos. ¿Por qué forma parte la confidencialidad del derecho de defensa? Porque, cuando el cliente habla con su abogado, en confianza y sabiendo que es confidencial, se valora lo sucedido, el cliente da su versión, valoran las pruebas, ven las estrategias que se pueden usar e, incluso, puede ser que el imputado confiese o reconozca su culpa a su abogado. Obviamente, si los que investigan pueden saber todo esto, la defensa ya no vale para nada.

Simplemente, valoran los magistrados, “basta para lesionar el derecho de defensa con la ventaja que supone para el investigador la posibilidad de saber (y con mayor razón el conocimiento efectivo) si el imputado ha participado o no en el hecho del que se le acusa, saber si una línea de investigación es acertada o resulta poco útil, saber cuál es la estrategia defensiva, cuáles son las pruebas contrarias a las de cargo, o incluso conocer las impresiones, las necesidades o las preocupaciones del imputado, o los consejos y sugerencias que le hace su abogado defensor”.  Por eso, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha dicho que ya se vulnera el derecho de defensa por escuchar esas comunicaciones, aunque luego no se utilicen como prueba.

Además, ¿en dónde quedaría el derecho a no declarar? Da igual que no declares delante del juez, si ya han escuchado lo que tenías que decir. ¿Y el derecho al secreto profesional? No sólo es una obligación del abogado, es un derecho del cliente saber que nada de lo que le cuente se sabrá. ¿Y el derecho a la intimidad? Dado que la relación entre abogado y cliente se basa en la confianza, a veces, salen en la conversación asuntos que pertenecen a la más estricta intimidad de éste último.

Si, simplemente, para evitar que se cometan delitos se puede suprimir la confidencialidad entre el preso y su letrado, se pierde la confianza en una defensa efectiva. ¿Cómo sé que no me están escuchando mientras hablo con mi abogado?

Uno de los argumentos de la defensa de Garzón era que uno de los abogados, Peláez, nunca se entrevistó con su defendido en prisión, sino con otros de los presos de la causa y que no cumplió con los requisitos contenidos en el Reglamento Penitenciario, dado que no solicitó permiso al instructor de la causa (Garzón). El Tribunal considera que no es algo tan importante. Primero, porque no se discute que los otros tres sí fuesen para entrevistarse con sus defendidos. Segundo, porque hay un informe de Instituciones Penitenciarias que dice que este abogado acudió a prisión por haber sido expresamente llamado por Correa (de modo que tenía que llevar el correspondiente volante del Colegio de Abogados). Y tercero, porque la comunicación se produjo en los locutorios reservados para las entrevistas entre los presos y sus letrados, y allí Garzón había permitido todas las escuchas, aunque fuese defensor o expresamente llamado.

Otro de los argumentos se basó en comparar este caso con otros en los que, interviniéndose las comunicaciones de determinadas personas, se intervenían también las que se producían entre abogados y clientes. El Tribunal ha considerado que son supuestos diferentes a éste, precisamente, porque se trataba de intervenciones generales de las conversaciones telefónicas, de modo que, como no se sabía lo que se iba a escuchar, era un “accidente” si afectaba al derecho de defensa. Sin embargo, en este caso, se acordó específicamente la intervención de las comunicaciones interno-letrado, incluidas las mantenidas con el letrado defensor, y, por lo tanto, relativas con alta probabilidad al ejercicio del derecho de defensa. Además, en aquellos casos, se trataba de comunicaciones telefónicas, mientras que, en este caso, eran comunicaciones presenciales. Y, por último, en este caso, era posible diferenciar de antemano las comunicaciones con la defensa de las mantenidas con otras personas, así que no se producía por “accidente”.

La defensa de Garzón decía que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha admitido la grabación de las conversaciones entre el imputado y su letrado defensor, pero el TEDH exige que exista una previsión legal de que se pueda hacer, que prevea las consecuencias, etc. (lo que será esa futura norma del anteproyecto al que luego me referiré, en su caso),  y que existan indicios contra el letrado afectado (que, recordemos, no se producía aquí en relación con casi ninguno).

Se dijo también por la defensa que por el Tribunal Supremo, muchas veces, en casación, se anularon resoluciones judiciales o se prohibió valorar elementos obtenidos con una restricción indebida del derecho a la intimidad (sobre todo, en relación con escuchas) y, sin embargo, nunca se dedujo testimonio contra el juez que no había respetado las garantías de este derecho a la intimidad. Pero, en este caso, no se trata del derecho a la intimidad o del secreto de las comunicaciones, sino de otro derecho fundamental: el de defensa. Y, según dice el Tribunal, no existe ningún caso anterior en el que, sin indicio contra los letrados, se procediera por el juez instructor a escuchar y grabar las comunicaciones entre los abogados y sus defendidos en el centro penitenciario en el que éstos se encuentran privados de libertad.

Incluso, utilizaron como argumento que no se intervinieron las comunicaciones de los letrados, sino las de los internos. Pero el Auto se refería expresamente a las comunicaciones de los internos con los letrados. El que no se intervinieran los teléfonos de los abogados lo único que indica es que no existían indicios contra ellos.

Había quien me decía que qué pasa con las resoluciones que dictan los jueces y que luego se recurren y se ve que se equivocaron. ¿Por qué ahí no hay prevaricación? Lo contesta el propio Tribunal Supremo en esta Sentecia: “el elemento del tipo objetivo consistente en la injusticia de la resolución no se aprecia cuando se produce una mera contradicción con el derecho. Pues efectivamente, la ley admite en numerosas ocasiones interpretaciones divergentes, y es lícito que el juez pueda optar, en atención a las particularidades del caso, por una u otra interpretación sin incurrir en delito, aunque su decisión pudiera ser revocada en vía de recurso (…) la injusticia requerida por el artículo 446 del Código vigente exige una absoluta colisión de la actuación judicial con la norma aplicada en el caso, de tal forma que la decisión cuestionada no pueda ser explicada mediante ninguna interpretación razonable efectuada con los métodos usualmente admitidos en Derecho. Por lo tanto, una resolución basada en una interpretación que pueda reputarse errónea, no es injusta a los efectos del delito de prevaricación, siempre que, alcanzada por los métodos de interpretación usualmente admitidos, sea defendible en Derecho. Basta con que el juez sepa que la resolución no es conforme a derecho y que a ella no llegaría empleando los métodos usuales de interpretación, sino solamente imponiendo su propia voluntad, su deseo o su criterio sobre la interpretación racional de la ley.” Es decir, si el juez sabe que su resolución no sería justa interpretara como interpretara la norma (si no cabe ninguna interpretación de la norma que avale su decisión), estaría prevaricando. Como dicen los magistrados, “la previsión legal del delito de prevaricación judicial, no puede ser entendida en ningún caso como un ataque a la independencia del Juez, sino como una exigencia democrática impuesta por la necesidad de reprobar penalmente una conducta ejecutada en ejercicio del poder judicial que, bajo el pretexto de la aplicación de la ley, resulta frontalmente vulneradora del Estado de Derecho.”

El artículo 51.2 de la Ley Orgánica General Penitenciaria, en el que se basaba el Auto autorizando las escuchas, establece que “las comunicaciones de los internos con el Abogado defensor no podrán ser suspendidas o intervenidas salvo por orden de la autoridad judicial y en los supuestos de terrorismo”. SEn cuanto a esto, el Tribunal Constitucional, en varias Sentencias (que tienen que ser también conocidas por Garzón), ha dicho que son exigencias acumulativas, es decir, que hace falta autorización judicial y que se trate de un caso de terrorismo. Y, aun así, obviamente, el juez tendrá que razonar su conveniencia, aunque se trate de delitos muy graves, porque se limita un derecho fundamental.

Para que las escuchas se pudiesen producir (legalmente) en otros supuestos (en este, por ejemplo), sería necesaria una reforma legal. La defensa de Garzón alegó que esa reforma estaba en curso, que existe un proyecto aprobado por el anterior gobierno que permitirá intervenir las comunicaciones entre el interno y su letrado. En todo caso, hay que partir de que eso todavía no es ley y, por tanto, no es lo que pudo aplicar. Y, de todos modos, el artículo 276.2 de ese anteproyecto de ley lo que dice es que se podrán intervenir esas comunicaciones sólo cuando concurran indicios fundados que permitan afirmar la participación del letrado en el hecho delictivo investigado y, además, en esos casos, el Fiscal deberá solicitar del juez la exclusión de tal letrado, lo que daría lugar a una nueva designación, precisamente, para evitar vulnerar el derecho de defensa.

Por tanto, entiende el Tribunal que Garzón dictó una resolución injusta a sabiendas de que lo era. Y entienden que es injusta porque quedó probado: “a) que el acusado acordó la intervención de las comunicaciones de los internos con todos los letrados; b) que lo hizo mediante un acuerdo tan genérico que afectaba, sin excepción alguna, a cualquier letrado defensor, ya designado o que lo fuera en el futuro; y c) que no disponía de dato alguno que indicara que alguno de los letrados, de los que según los hechos probados fueron afectados, estuviera aprovechando el ejercicio de la defensa para cometer nuevos delitos.” Según los magistrados “la injusticia consistió en acoger una interpretación de la ley según la cual podía intervenir las comunicaciones entre el imputado preso y su letrado defensor basándose solamente en la existencia de indicios respecto a la actividad criminal del primero, sin considerar necesario que tales indicios afectaran a los letrados.” Es decir, la resolución es injusta porque restringe sustancialmente el derecho de defensa sin una razón mínimamente aceptable.

Por lo que respecta a si “sabía” que era injusta (si la dictó “a sabiendas”), el Tribunal ha entendido que sí lo sabía por las distintas pruebas practicadas. Dicen que “la inclusión de la cláusula previniendo el derecho de defensa en ambas resoluciones revela que el acusado era consciente de que su decisión afectaba al derecho de defensa. Sin embargo, no puede aceptarse que la intención del acusado fuera, precisamente, proteger el derecho de defensa, ya que el propio contenido de los autos anula el sentido de la anterior previsión, convirtiéndola en algo puramente formal. Efectivamente, contra los letrados defensores Srs. Choclán, Mourullo, Peláez y Vergara, no existía ningún indicio de actuación delictiva. Tal cosa era sobradamente sabida por el acusado desde el momento en que tuvo conocimiento de su designación como letrados de la defensa con posterioridad al dictado del primer auto. Tampoco puede valorarse como protección del derecho de defensa la supresión de algunos párrafos de las conversaciones intervenidas, una vez que han sido escuchadas por los funcionarios policiales responsables de la investigación, que ni siquiera fueron requeridos para que no las utilizaran en sus informes o conclusiones o líneas de investigación, por el propio acusado como instructor de la causa y por los representantes del Ministerio Fiscal en el caso”.

Decíamos al principio que también se juzgaba si había cometido el delito del artículo 536.1 del Código Penal, que sanciona a la autoridad o funcionario público o agente de estos que, mediando causa por delito, intercepte las comunicaciones o utilizare artificios técnicos de escucha, transmisión, grabación o reproducción del sonido, de la imagen o de cualquier otra señal de comunicación, con violación de las garantías constitucionales o legales. Considera el Tribunal que, en este caso, “dictada la resolución que acuerda la intervención de la comunicación, la ejecución de la misma mediante la utilización de los artificios técnicos de escucha, no añade un nuevo contenido de injusto al ya contemplado por la prevaricación, por lo que debe entenderse que este delito absorbe al segundo«.

Resultado: pena de multa de catorce meses con una cuota diaria de 6 euros, con responsabilidad personal subsidiaria conforme al artículo 53 del Código Penal, y once años de inhabilitación especial para el cargo de juez o magistrado, con pérdida definitiva del cargo que ostenta y de los honores que le son anejos, así como con la incapacidad para obtener durante el tiempo de la condena cualquier empleo o cargo con funciones jurisdiccionales o de gobierno dentro del Poder Judicial, o con funciones jurisdiccionales fuera del mismo.